Un verano infinito
Hace unos años, demasiados ya, vivía en Pamplona. No era un estudiante brillante, pero me las apañaba para llegar al verano sin mucho que hacer. Empeñado en leer todo lo más denso y culto aunque no lo entendiera, iba a la piscina con obras de Shakespeare en viejas ediciones de Austral. Escuchaba discos de Brian Wilson en mi walkman y tomaba el sol. Bebía café solo en la zona de la sombra y, entre un parlamento de Falstaff y una réplica de la comadre, levantaba los ojos de las hojas amarillentas del libro y miraba a las chicas que se acercaban al borde del agua, en bikini, moviendo sus cuerpos perfectos que nunca volverían a ser los mismos.
Tenía también mis amigos de verano, a los que no solía ver durante el resto del año. Nos sentábamos al sol, sobre la hierba, y hablábamos sin entusiasmo de cualquier cosa poco profunda y menos emocionante. Hacíamos algo de deporte y, preguntábamos, como de pasada, si alguien sabía algo de esa chica que nos habíamos cruzado en la zona de vestuarios y cuyo recuerdo no podíamos ahora apartar de nuestra mente. Las horas pasaban lenta y rápidamente a la vez: pronto nos encontrábamos viendo en el reloj que colgaba sobre la piscina olímpica que eran ya las ocho y media. El sol empezaba a ponerse, detrás de los edificios de ladrillo naranja que asomaban al otro lado de la tapia que rodeaba el recinto del club deportivo. Iba siendo hora de volver a casa.
El día siguiente nos traería algo parecido, y algo distinto. Tal vez alguien nos diría algo sobre la chica de los vestuarios: “Es de este colegio y salió con un tío de Madrid, pero creo que ahora ya lo han dejado” o “Creo que se apellida XXX” o “Es amiga de Paula” y entonces pasaríamos el día dándole vueltas a esa nueva información, poniéndola en duda o tratando de averiguar la manera más discreta de confirmarla. Tal vez, en cambio, al día siguiente cayera una buena tormenta y todos tuviéramos que refugiarnos en la cafetería, con las toallas y las bolsas en los brazos. Y tal vez fuera allá donde, arremolinados y nerviosos, viéramos a otra chica, rubia y sonriente, que nos haría olvidar temporal o definitivamente a la primera.
Fue unos años más tarde, posiblemente en otra ciudad, cuando vi unas cuantas películas de Éric Rohmer. No recuerdo dónde ni porqué, pero las vi. Y me fascinaron. No puedo decir que algunos momentos no me aburrieran, a veces me resultaba imposible seguir todas aquellas réplicas con suficiente atención, pero había algo en esas películas que me tocó íntimamente. No sé decir qué fue.
Tal vez fuera que las películas de Rohmer, sus historias, se parecían a mis veranos. Ahora pienso que mis amigos y yo también teníamos algo de esos personajes algo indolentes y poco ocupados que disfrutaban de la vida y hablaban, con cierta distancia, de pasiones que, en el fondo, padecían como el resto del mundo. Nosotros también veíamos el amor como un juego cuyas reglas no acabaríamos nunca de conocer, porque eran reglas que siempre cambiaban. Nosotros también pasábamos las horas contemplando a chicas, abordándolas con timidez y tratando de interpretar sus señales, siempre ambivalentes.
Hasta entonces nunca había pensado que las cosas que me ocurrían en aquella piscina fueran dignas de ser contadas. De hecho, no consideraba que nada de lo que me había ocurrido en mi vida fuera digno de ser contado. Desde luego, no en una película. Aunque ya escribía, por aquél entonces me dedicaba más bien a contar historias en las que narcotraficantes caían desde grandes alturas a la calzada de una autopista.
Gracias a esas películas de Rohmer aprendí que nada debe dejar de ser contado por ser demasiado pequeño o sutil. Eso sí, narrar estas historias aparentemente intrascendentes de manera interesante tal vez requiera un talento mayor, más delicado y menos habitual. Igual que saber apreciarlas.
Ahora que él ha muerto, las películas de Rohmer serán para mí como aquellas temporadas de verano: románticas, divertidas e… irrepetibles. Pero, así como es imposible revivir un verano ya muerto, no hay nada que nos impida volver a ver “La rodilla de Clara” o “El rayo verde. Y en ellas están almacenadas la belleza, la gracia y el amor.
7 Comments:
¿A qué piscina ibas? Es por curiosidad, porque yo iba a Educación y Descanso y recuerdo perfectamente esas largas tardes de verano sentada en la hierba leyendo tumbada cualquier cosa que caía entre mis manos.
Y así un día tras otro.
A veces jugábamos a pelota en el frontón, o nos juntábamos a comer en las mesas metálicas que había en el merendero o en la terraza del bar.
¡Qué tiempos aquellos que ya no volverán y que ahora miramos con nostalgia!
Sí, recuerdo tardes exactamente iguales a las tuyas, pero, en mi caso, en el Club de Tenis, que estaba muy cerca de mi casa.
¿Educación y Descanso? No me suena... ¿Dónde estaba? ¿Cambió de nombre?
Bello post. Una magnífica ilustración del tiempo que pasa.
A mí me ocurre todo lo contario, me da la sensación también de que las cosas pequeñas deben ser contadas, porque son comunes y conmueven.
A todos se nos ha caído un café encima cuando íbamos a salir de casa, o todos hemos vivido un momento mágico cuando te cruzas con alguien en un paso de cebra.
Lo cotidiano, lo común, los sentimientos universales nos conmueven a todos, porque nos vemos reflejados allí. Interpelan a nuestros corazones.
Y eso es muy importante cuando intentas conectar/ seducir al público.
¡Hola, Daniel!
A ver, como tengo 44 tacos, en mi niñez se llamaba "Educación y Descanso" a lo que luego fue el Club recreativo Guelbenzu.
Estaba al lado de Oberena, ya sabes, y se entraba por la calle Guelbenzu.
un saludo
Muchas gracias, Olga.
Estoy de acuerdo, Voz en off... pero me ha costado mucho tiempo saberlo. Y a veces incluso lo olvido.
Vale, vale, más o menos me aclaro, aunque el mundo de las piscinas pamplonesas es inabarcable. Conozco Oberena, pero del Club Deportivo Guelbenzu no tenía mucha noticia. Muchas gracias por leerme e ilustrarme.
El viejo Club Natación...
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