Domingo en el museo Sorolla
Pese, o tal vez porque, está sólo a cinco minutos de mi casa andando, hasta el domingo pasado no me había decidido a ir al Museo Sorolla.
El museo está en el paseo del General Martínez Campos, una avenida sombreada, llena de árboles frondosos que resultaría muy agradable si los coches que circulan por ella no intentaran desesperadamente batir récords de velocidad.
El museo fue antes la residencia de la familia de Sorolla: un gran edificio de ladrillo en el que el pintor vivió desde 1911 hasta su muerte, en 1923.
Ante la casa, un patio andaluz, libremente inspirado en los de la Alhambra. Avanzando un poco más, encontramos a la izquierda una fuente con figuras mitológicas. Junto a ella, la entrada a otro patio, éste interior, conocido como “cordobés”. Junto a él, la galería donde Sorolla guardaba sus dibujos.
Más allá, grandes habitaciones, de altos techos de madera. Haciendo esquina, el estudio del pintor, con amplios ventanales encargados especialmente por el pintor para que la luz penetrara desde todos los ángulos posibles. Siguiendo a la izquierda, la zona residencial, elegante y fresca, gracias a las paredes azulejadas y a los suelos de mármol blanco. Se conservan muchos muebles y objetos decorativos originales, como una virgen de madera de escuela alemana. De los techos cuelgan lámparas de cristal verde adquiridas en Tiffany’s de Nueva York, tal vez obtenidas a cambio del retrato que hizo a Louis Comfort, heredero de la famosa joyería. Más al fondo, el antecomedor, una estancia con un alto zócalo de baldosas encargadas especialmente a una fábrica de cerámica de Talavera.
De los muros de la casa cuelgan, claro está, cientos de obras del prolífico Sorolla. Retratos de de novelistas de éxito, innumerables vistas de jardines (de esa casa y de otras) y unos cuantas de sus inconfundibles imágenes playeras. También son muchos los retratos de su esposa e hijos distribuidos por las diferentes estancias. Incluso alguno de los autorretratos de Sorolla está ostensiblemente dedicado a Clotilde, la mujer con la que estuvo casado desde los veinticinco años hasta su muerte.
En un guión que comencé a escribir hace tiempo y posiblemente no termine, un personaje llegaba a un piso alquilado y encontraba en una estantería un libro abandonado, tal vez por un antiguo inquilino. Se titulaba: “El libro de los artistas felices”. Cuando el tipo lo abría para curiosear quiénes figuraban en su interior, descubría que todas las hojas estaban en blanco.
Una visita al museo me permitió aventurar que tal vez Sorolla merecería un espacio en ese libro imaginario. Seguramente hubo dramas en su vida. Tal vez sufrió la agonía del artista, tal vez luchó por ser más y tal vez sufrió por no conseguirlo. Pero no había en el museo nada que lo sugiriera. Sólo una referencia en esta bonita columna de Vicent nos muestra un pequeño secreto en el hogar de los Sorolla: “Para obtener un dinero no contable con que satisfacer ciertos placeres secretos, Sorolla pintaba alguna tablilla mientras Clotilde estaba en la cocina preparando el puchero de mediodía o el hervido para la cena. Tenía que ser rápido, imaginativo y dejarse llevar por la inspiración instantánea. Llenaba la tablilla con trazos magistrales y la entregaba a un amigo cómplice para que la sacara camuflada del estudio y la vendiera bajo mano. Con ese dinero el artista, tal vez, pagaba algunos favores femeninos. De ahí que esas pequeñas tablas clandestinas contengan toda la libertad, la dicha de vivir y la pasión por unos amores prohibidos que Sorolla soñaba. Por eso son tan limpias, tan puras.”
Dejando aparte estas posibles pequeñas travesuras, la visita al museo, me dejó la impresión de haber visto el hogar de un artista prolífico y de éxito. Un hombre bien establecido, feliz, que amaba a su mujer y sus hijos, y estaba satisfecho con lo que había conseguido. Nada indica que fuera adicto a las drogas o al alcohol, tampoco hay señales de enfermedades mentales, maltratos o traumas. Ni rastro de malsanas relaciones familiares, enfermizas pasiones sexuales o incestos encubiertos.
No es la imagen que la ficción nos ha trasladado del artista. No había tormento. Había patios andaluces y lámparas de Tiffany’s. Picasso, un artista alejado como pocos de Sorolla, dijo a preguntas de un periodista que él no buscaba, él encontraba. No parece una frase excesivamente sincera. Si hay algo que define la obra de Picasso es más la búsqueda, la agonía, la ambición por superar barreras y perdurar. En cambio, uno sí podría decir que Sorolla encontró. Encontró su lugar, en la vida y en el arte, y decidió quedarse ahí. Supo quién era y cuál era su talento. Logró que el mundo lo admirara durante su vida y después. Lograr un estilo propio, inconfundible y vivir muy bien gracias a él, ¿hay algo preferible?
Volviendo hacia casa, un mediodía caluroso, justo a tiempo para ver en la terraza el último partido de España en la Copa Confederaciones, pensaba en la mala literatura que nos ha hecho creer que uno sólo puede ser un gran artista si siente necesidad de arrancarse una oreja, acostarse con su madre, inyectarse morfina o hacer estas tres cosas simultáneamente. Menos mal que, a sólo cinco minutos de donde vivo, está el antídoto contra esos tópicos: ahí, en el Paseo de Martínez Campos, casi tapada por los árboles frondosos, se encuentra la casa del Artista Feliz.
Etiquetas: personal, reflexiones sobre escritura
3 Comments:
qué ganas nos han salido de ir (perdón por la pirueta gramatical)
un saludo
Yo también vivo cerca y también llevo años queriendo ir.
Este post me ha animado a hacerlo por fin.
Lo malo es que yo no tengo terraza; tendré que conformarme con mirar por el balcón.
PD: Creo que es el primer punto y como que pongo EN AÑOS.
gracias solete!!
qué tal tus vacaciones? empiezan?
besos mil
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