Escuchó el ruido antes de bajar al salón
Era como un arañazo suave. No tardó en localizar de dónde venía. Del interior de la chimenea. Desde dentro, algo rozaba los cartones que había colocado para evitar que, en invierno, el calor de la casa se escapara por el tiro.
“Será un pájaro que se ha colado y no puede salir” – pensó. Sobre la mesa había media docena de botellas, un montón de cáscaras de pipas, papeles y colillas de la noche anterior.
Tenía que quitar los cartones para que saliera el pájaro. Cuando iba a hacerlo, se le ocurrió que tal vez no fuera un pájaro. ¿Y si fuera una rata? Se quitó las chancletas y se puso las zapatillas de deporte pensando que así estaría más protegido de los posibles mordiscos.
Luego, con cierto miedo, retiró los cartones. Estaban pintados al óleo. En algún momento había pretendido ser el Rothko del barrio. Ahora algunas de sus obras servían para atrapar a un pequeño animal oscuro.
Incluso para él, que no sabía nada de animales, estaba claro que aquello no era una rata: era negro, tenía plumas oscuras y, al menos, un ala dañada.
Buscó un trapo y, con cuidado, sacó el pájaro a la terraza. Esperaba que, con un poco de suerte, se recuperara y echara a volar. O tal vez que su madre viniera a buscarle y se lo llevara al nido agarrado por el cogote. Bueno, no sabía nada de aves.
Recogió los papeles con los que habían jugado hasta el amanecer. En dos ponía “culpable” en los demás, “inocente”. El juego le pareció aún más extraño al día siguiente. También le pareció extraño que nadie preguntara de qué eran culpables o inocentes. Todos asumieron lo que decía aquél papel y actuaron en consecuencia. Culpa e inocencia repartidas arbitrariamente. Si estuviera en mejores condiciones, tal vez hubiera sido capaz de sacar alguna conclusión inteligente de todo eso. Sin embargo, tenía resaca. Así que tiró a la basura las colillas, los restos de bebidas, las latas vacías y los papelitos y se hizo un café solo.
Un rato más tarde, se estremeció al ver algo reptando entre los cables del ordenador. Sí, era el pájaro que se había arrastrado desde la terraza hasta el interior del salón.
Repitió la operación: trapo y terraza. Ahí, al sol, estuvo temblando el pájaro durante toda la mañana. Entonces él empezó a preguntarse qué tenía que hacer: ¿iba a dejar que ese animal muriera en su terraza? ¿Debería darle algo de agua para que no muriera de sed? ¿Debería tirarlo a la calle para que muriera sin sufrir demasiado? ¿Iba a comer ese entrecot con patatas que había reservado para ese almuerzo de sábado mientras aquél pájaro agonizaba a tres metros de él?
Finalmente, no hizo nada. Comió su entrecot con patatas en el salón.
Unas horas más tarde, se acuclilló junto al pájaro, que estaba inmóvil. Lo tocó con el índice y empezó a temblar. Seguía vivo.
Tardó todavía unas horas en morir.
Entonces, él fue a por una bolsa de basura, introdujo al ave en ella y metió esa bolsa en la otra, la del cubo. Antes, por el camino de la terraza a la cocina, notó el cuerpecito del pájaro muerto. Apenas unas plumas y unos huesecillos.
Y pensó que es una tontería eso de la dignidad. Cuando uno está muerto, es sólo eso, un conjunto de huesecillos y pellejo, como ese tipo que duerme todas las noches en la puerta de la gestoría abandonada de la calle Trafalgar, pequeñito y vulnerable, metido en su saco blanco.
A falta de un veterinario con chimenea en el barrio, lo mejor que le puede pasar a un pajarillo moribundo es meterse por la de la casa de un guionista. Puede que éste escriba sobre él. Será la única manera de que algo de él quede, algo le sobreviva.
Claro que el guionista no estará escribiendo sobre el pajarillo. Estará hablando sobre sí mismo. Introduciéndose, con sus palabras, por las chimeneas de muchas casas.
Y, con suerte, alguien quitará el cartón que obstruye el tiro y le dejará entrar.
Entonces, él fue a por una bolsa de basura, introdujo al ave en ella y metió esa bolsa en la otra, la del cubo. Antes, por el camino de la terraza a la cocina, notó el cuerpecito del pájaro muerto. Apenas unas plumas y unos huesecillos.
Y pensó que es una tontería eso de la dignidad. Cuando uno está muerto, es sólo eso, un conjunto de huesecillos y pellejo, como ese tipo que duerme todas las noches en la puerta de la gestoría abandonada de la calle Trafalgar, pequeñito y vulnerable, metido en su saco blanco.
A falta de un veterinario con chimenea en el barrio, lo mejor que le puede pasar a un pajarillo moribundo es meterse por la de la casa de un guionista. Puede que éste escriba sobre él. Será la única manera de que algo de él quede, algo le sobreviva.
Claro que el guionista no estará escribiendo sobre el pajarillo. Estará hablando sobre sí mismo. Introduciéndose, con sus palabras, por las chimeneas de muchas casas.
Y, con suerte, alguien quitará el cartón que obstruye el tiro y le dejará entrar.
Etiquetas: cuentos, reflexiones sobre escritura
5 Comments:
¿Tienes chimenea, cabrón?
Sí, pianista, la chimenea menos utilizada de Chamberí. Hasta los pájaros lo saben.
Deberías haberle mirado el chip identificativo, quizás ponía las iniciales A. F.
Una pista. Algo tiene que ver con el título del nuevo (y cansino9 Harry Potter.
Joer me he puesto triste. De todos modos creo que la cosa está bastante clara... hay que prender esa chimenea!
Nube, para que se te vaya el mal rollo, acabo de colgar el siguiente episodio...
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