No soy de los que se tiraron a la vía del tren cuando, en un solo día, al final de este verano, murieron Bergman y Antonioni.
Supongo que ya lo habíais deducido porque es difícil escribir
posts después de que un Talgo te haya separado la cabeza del resto del cuerpo.
Incluso los de este
blog.
Bueno, creo que nadie se tiró a la vía del tren ese día por ese motivo.
Con todo esto quiero decir que... Bergman y Antonioni no eran del tipo de director de cine que me vuelve loco.
Al menos, no en el sentido positivo.
De Bergman me gustaron "
Fresas salvajes", "
El manantial de la doncella" y, sobre todo, "
Sonrisas de una noche de verano". Me quedan muchas otras por ver, pero "
Persona" me quitó las ganas de investigar en su filmografía al menos durante los próximos veinte años.
De Antonioni no me gustó ni siquiera "
Blowup". Eso sí, dudo que alguien pueda destrozar un cuento de Cortázar de manera más
cool.Pero esto son sólo las opiniones de un tipo tan inculto como para tenerlas y... tan descarado como para divulgarlas.
A pesar de todo lo escrito en los párrafos anteriores, sí sentí que algo más moría con estos dos directores.
Algo parecido a lo que comenta el crítico del New York Times A. O. Scott en
este estupendo artículo (ahora disponible gratuitamente, gracias a que el NYT acaba de suprimir el servicio de pago - aleluya - , espero que por aquí otros medios vayan tomando nota).
(Traduzco con excesiva desenvoltura lo que…)
Scott escribe:
“Ambos encarnaban, como cineastas, lo que dijo T.S. Eliot: "los poetas, en nuestra civilización, tal y como es actualmente, deben ser difíciles". "L'Avventura" y "El Séptimo Sello", a pesar de tener poco en común (...) son duras de ver. No porque su tema o sus imágenes sean desagradables, sino porque nunca permiten que el espectador se relaje, disponiéndose a esperar qué va a ocurrir o entendiendo fácilmente lo que significan.
Entre algunos espectadores de los años 60 existía un ansia de dificultad, la convicción de que los oscuros simbolismos y la alienación psicológica eran las respuestas auténticas al estado del mundo. Más aún, la idea de que una obra difícil de comprender tenía un mayor valor – de que ser desafiado era una forma de placer especialmente elevada - gozaba de un prestigio en aquella época que es prácticamente inimaginable en nuestros tiempos. Preferimos que se burlen de nosotros antes que ser molestados, y la medida de la sofisticación artística es el ingenio en lugar de la seriedad.
Así, es difícil que alguien que no viviera esa época (...) pueda comprender el status heroico de que disfrutaban Antonioni y Bergman hace cuarenta años. No es que crea que el arte del cine haya decaído desde entonces (dejaría mi trabajo si lo creyera), pero sí parece claro que el clima cultural que hizo posible tratar a los cineastas como a artistas supremos se ha desvanecido definitivamente. Y lo único que queda son películas.”
Eso es, bien escrito, lo que sentí al enterarme de esas dos muertes.
Efectivamente, Antonioni y Bergman simbolizaban un tiempo que ahora resulta casi inconcebible.
Era como si esta mañana abrieras el periódico y leyeras que ha muerto el último triceratops ahí, cerca del Carrefour de la carretera de Burgos.
Bergman y Antonioni, en mi opinión, pertenecían a otra época, más lejana - no cronológicamente, es cierto- que la de John Ford, Cecil B. De Mille, Hitchcock o, incluso, Truffaut.
Más lejana, porque el cine que vemos actualmente, tiene más que ver, en general, con el de estos últimos directores que he citado.
Yo no estuve ahí pero... creo que Bergman y Antonioni eran de la época en la que el cine quiso ser Arte.
Así, con A mayúscula.
Eran tiempos ambiciosos.
Y pretenciosos también.
Tiempos de jerseys negros de cuello alto.
Tiempos en los que una película tenía que aspirar, además de a contar una historia, a cuestionar el orden establecido, a combatir una forma de pensar.
Y, para ser coherente, la propia película también debía cuestionar el modo de narrar.
Por lo tanto, como dice Scott, tenía que ser difícil de ver.
Algunos pensaban que era malo que una película fuera entretenida: el cine debía ser incómodo de ver, sólo así se conseguiría que el espectador pensara sobre él, y sintiera algo nuevo. Una forma cómoda, agradable para el espectador, significaba que se estaba cayendo en el convencionalismo.
Arte.
Ahora algunos, casi todos, nos sentimos incómodos al decir o escuchar esta palabra relacionada con nuestra actividad.
Arte.
Vaya. Ya ha vuelto mi alergia.
Ronchas por todo el cuerpo.
¿Por qué? ¿Qué ha cambiado? ¿Han perdido el cine y la televisión su ambición? ¿Se han vuelto realistas?
¿Se han dado cuenta los autores de que sus obras no podían cambiar el mundo?
¿Se han dado cuenta de que el mundo no tenía ninguna gana de ser cambiado?
¿Es eso bueno, malo o… ninguna de las anteriores?
Ahora el fin último, al menos el que confiesan la mayoría de los directores o guionistas, es… entretener al público y, como mucho, hacerle pensar un poco.
Nadie, o casi nadie, dice que quiere hacer Arte.
Y tampoco nadie, fuera del circuito más experimental, parece querer “enviar un mensaje a la sociedad” y menos aún “cuestionar la narración cinematográfica”.
¿Por qué se ha producido este cambio?
¿Hay otras causas, más profundas, ideológicas y políticas incluso, detrás de este cambio?
(Yo creo que sí, pero esto ya está siendo demasiado denso sin necesidad de meterme en esos jardines).
Muchas preguntas.
Voy a dar algunas de mis respuestas
(Tan valiosas como mis opiniones sobre Antonioni y Bergman, es decir, en la tienda de abajo te dan siete de estas por un euro).
Por un lado, me parece realista que el cine (y la tele) intenten olvidarse de hacer el papel de conciencia de la sociedad, de elaborar pretenciosos artefactos pseudo-artísticos incomprensibles para un público no iniciado.
Nada envejece peor que estos panfletos (bueno sí, el pollo envejece peor. Y las patatas. No menospreciéis nunca el poder de una patata podrida).
Pero, en cierto modo, también me parece un poco triste.
Cuando uno vuelve a casa un sábado medio borracho piensa: “¿Por qué no le habré dicho nada a esa chica tan guapa que estaba en la barra?”.
Seguramente, la mayor parte de las veces, ha sido un acierto no acercarte a la chica de la barra. Ella era Miss Universo y tú ni siquiera te habías duchado. O tenía un niño de veinte meses y un marido de cuarenta años.
O todas estas cosas a la vez.
Pero, de vez en cuando, aunque sea sólo una vez de cada mil intentos, te acercas a la chica y… a ella le haces gracia.
(Salgamos de una vez de esta brillante analogía…)
Una vez de cada mil intentos, una película, una serie, es arte.
Una vez cada mil intentos sale… “Twin Peaks” (primera temporada), “El Padrino” (1 y 2), “Ladrón de Bicicletas” o “Plácido”.
Algo que está por encima del entretenimiento.
Algo que por lo menos, está a la altura de un
tiburón en formol.
Sí, qué carajo, voy a ponerlo con mayúsculas. (Desafiando a mis ronchas).
Esas películas, esas series, y muchas otras, son Arte.
Y, desde luego, no lo son por casualidad.
A veces pienso que tal vez las series y las películas no son mejores porque… sus autores, simplemente, no pensaron que podían serlo.
No las imaginaron mejores.
Es decir, creo que a veces… falta ambición.
Tal vez conviene subir nuestras pretensiones al cielo. Intentar escribir algo grande.
Y, después, cuando fracasemos, intentar escribir algo aún mayor.
Y entonces, evidentemente, volveremos a fracasar.
Pero, puestos a fracasar, ¿no es preferible hacerlo como Ícaro?
¿O, al menos, como un buen triceratops?
Etiquetas: cine, reflexiones sobre escritura